miércoles, 17 de junio de 2009

EL.


La primera vez que fui tenía seis años. Dudo que en ese entonces me haya detenido a pensar cuantas veces volvería a estar ahí. Cientas, no recuerdo cuantas exactamente. Al principio solo éramos dos. Primaba la inocencia, la picardía, la ilusión y la esperanza solo estaba puesta en las hamburguesas con papas fritas que íbamos a comer al mediodía. Después fueron “asaltos”, cumpleaños, despedidas. Con el tiempo, las vueltas de la vida, encuentros y desencuentros llegamos a ser siete. No dejaba de ser importante el alimento pero paso a segundo plano. Velas, almohadones y agregados especiales le fueron dando con el tiempo el toque que lo hacia de a poco cada vez mas nuestro.

No me acuerdo como fue, pero ese lugar se convirtió en un templo testigo silencioso de más cosas de las que me atrevería a delatar. Literalmente las vivió todas con nosotras. Nos vio llorar, nos permitió hablar, nos abrazo aun cuando no salían las lagrimas, fue cómplice de “locuras” y embriagues de alegría; y de retrocesos constantes a nuestra infancia.

El quincho en realidad somos las siete. Sin nosotras solo sería un ambiente más de la casa de alguien. Cada una, de alguna manera, en algún momento lo hizo suyo. Lo hicimos nuestro. La capacidad que tuvimos de perdurar a pesar de todo le dio tanto valor. Compartir esa cantidad innumerable de situaciones y sentimientos y de mantener nuestro lazo tan fortalecido lo convirtió en nuestro templo.

Tropezamos, sumamos, restamos, pero siempre pudimos contar con las otras seis.

Hoy estamos a punto de convertirnos en 8. La dueña “legal” de ese lugar va a ser mamá y sus seis hermanas elegidas seremos tías. Es un placer pertenecer a las siete, tener a esta especial y elegida familia que esta, a pesar de todo. Las amo.