sábado, 12 de diciembre de 2009

ELECCIONES

Hace pocos días tuve una cena de fin de año. Algo simple, sencillo. La empresa en cuestión es casi personal.
Estaban el dueño y su esposa, una programadora, un capacitador y yo.

Como en toda charla en donde los participantes no se conocen demasiado, se buscaban coincidencias saltando de tema en tema. Uno de ellos, la música que escuchamos, sembró algunas formas en mi manera de relacionarme con ella.

Todos decían sus predilecciones. Metallica, Almafuerte, Marley, etc. Salvo la programadora, que decía no escuchar música y tal vez merecería un capitulo aparte, todos aportaban sus elecciones, a veces, con extrañas relaciones entre las bandas y las edades de cada uno.

Juro que al llegar mi turno, me sentí, al menos, incómodo. Y no porque no escuche música o no pueda hablar de ella con algo de propiedad, o porque no tuviese predilectos. Justamente, el problema fue que hay tantos, y tan buenos, que era sumamente injusto mencionar a dos o tres. Incluso pensé en distintos géneros. Pensé en jazz, pero hablar de jazz implicaba, posiblemente, traer alguna rareza a una mesa que apetecía una charla pasajera. Pensé en tango y folclore, pero si decía eso debía decir que no hablaba de los representantes más clásicos, sino de fusiones o cuestiones más libres. Mencionar a un Goyeneche, a un Sosa, es cómo decir que Maradona es Maradona.
Después pensé en pop o en rock. Pero son tantas las líneas musicales que se entrecruzan, que una elección sencilla hubiese podido desatar una discusión atroz en esa mesa sembrada de pizzas con rúcula y provolone.
Y luego, claro, mis tan queridos tesoros. Esas músicas que no son tan conocidas, que son algo particulares, que me guardo para mi y de vez en cuando las comparto en una maratónica noche con alguno de mis oídos amigos. Pero eso hubiese generado caras de asombro, de curiosidad y hasta de preocupación.

Dije, entonces, Juana Molina.

Claro que, mas allá de que la música de Juana me parece fabulosa, no era tal vez la opción que mejor representaba “la música que escucho”. Y eso me valió tener que explicar que hablaba de la misma mujer que hasta hace unos años era prisionera de la pantalla chica, junto a sus hermanas. Y que, además, ya había grabado cinco discos y había sido telonera de Bowie.

Por suerte para todos, llegó otra pizza, esta vez de morrones y jamón, y la charla se disparó para otro lado.

¿A DONDE VAS?

Podría escribir, esta noche, cientas de páginas acerca de lo miserable.

Podría pedirle a mi cuerpo la huella exacta del dolor para exponerla en museos, bibliotecas o pastelerías.

Podría contar detalladamente lo que piensa cada una de las lágrimas que se queda en el puerta de los ojos, en el fondo del corazón.

Podría tantas cosas, y sin embargo el mundo se paraliza, se queda quieto, observa, acusa, saca cuentas, mide, debate, justifica, explica, remienda, se aburre.

Después suena Coty, y nada pasa por el cerebro para enfriar las cosas.

A donde vas sigue siendo un tobogán al llanto.

No se si va directo al momento de tristeza, si es mi himno personal de fracasos,

si funciona como analogía entre mis derrotas afectivas o si sólo es la canción que abre la puerta de los mares.

Suena, y lloro.

Lloro y no puedo detenerme.

Pienso. Y seguro ahí complico las cosas. Pero pienso.

Busco, extraño, siento a Jack tratando de explicarme y hasta lo voy entendiendo.

Pero después pienso de nuevo. Y lloro.

De a poco, me envuelvo en mi caparazón,

Y me convenzo de que no fui planeado para ser feliz

.

Miro todas las películas de antihéroes. Miro en especial esas en donde los chicos que lucen bien en el fondo son los más grandes perdedores. Me veo.

Después, confío en mi autosuficiencia para vencerlo todo, y, con armadura y escudo, salgo de nuevo.

¡Cómo me gustaría que me entiendan, carajo!