Todo parecería haber sucedido un sábado como cualquier otro.
De pronto sonó el timbre en la casa de mi abuela. Era mi papá.
Un poco sorprendidos le abrimos la puerta y sin mucho dialogo, abrazó a
su madre y entramos a la casa.
Reconozco que ya desde ese momento yo desconfiaba un poco de
la situación. Pero mi abuela estaba tan
feliz, que me permití escuchar lo que había para decir.
De pronto también Matías, mi hermano, estaba sentado a la mesa
escuchando. Había también un par de personas
más, que por momentos eran Sergio y Néstor y por momentos no. Era un pequeño fogón formado alrededor de ese
hombre.
Otro timbre. Mi prima
y mi tía, vecinas del barrio, llegaban para ver a mi abuela.
Ya desde ahí les advertí de la presencia de mi padre en la
cocina para evitarles la sorpresa, el hallazgo.
Les susurre la incómoda presencia.
Recuerdo que mi dedo se engancho con el aro de Gisela, pero todo
transcurría como en un segundo plano.
Se sumaron al círculo entre maravilladas y felices. Todos oían lo que estaba diciendo. Yo nunca tuve registro de su voz. No sé por qué. Sé que les hablaba y sonreía, contando tal
vez anécdotas de los sitios por los que había estado todo este tiempo. Pero yo nunca oí su voz.
Estaba confundido, entre la estafa y la magia de la
situación. La representación y la
realidad, Lo imposible y lo milagroso. Ahí
en medio estábamos atrapados todos, sentados, como esperando un desenlace postergado
o aniquilado por el pasado.
Al fin lo decidí.
Le dije que se fuera, que él no era mi padre. Entonces se paró en medio del silencio,
camino hasta una de las cabeceras de la mesa, y me miró con cara de
disgusto.
Su cara ya no era la de mi padre y entonces todo me resultó más
sencillo. Me le abalance para golpearlo
pero no llegue a su cuerpo y por alguna extraña razón física que opera en los
sueños, caí hacia atrás. Mi padre se
arrojo encima para patearme mientras yo estaba en el piso, pero no acertó y
aproveche la situación para devolverle el golpe, que esta vez si fue
certero. Luego le di otro y cerré el
embiste con un empujón.
Había caído contra la otra pared y parecía no reponerse
aunque el movimiento no nada había sido tan violento como para justificar la caída.
Se lo veía más flaco y más alto, con otra contextura. Entonces lo tomé de las ropas y lo lleve como
una alfombra enroscada hasta la puerta, en donde lo arroje sin más a la vereda.
Lo había desenmascarado.
En la cocina seguían de tertulia, casi son la misma
naturalidad que tenían al haber recibido la visita.
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